Hace tiempo que ya no tomo decisiones. Las decisiones las toman mis sueños. Comenzaron hablándome casi en susurros, sugiriendo tímidamente cursos de acción alternativos. Me hablaban en código. Soñaba con una persona que en la mitad de la trama se transformaba en otra, o con un lugar conocido donde se juntaba gente de diversos ámbitos y épocas de mi vida. Cada tanto alguna de esas personas me decía algo que al despertarme me parecía clarísimo. Clarísimo sólo para mí, por supuesto: para cualquier otra persona, no serían más que sinsentidos oníricos.
Un día los sueños decidieron comenzar a hablarme más francamente. Quizás porque no estaban de acuerdo con la dirección que yo estaba dándole a mi vida. Después de todo, ellos debían seguirme, como una mascota debe acompañar a su dueño cada vez que éste decide unilateralmente que es hora de mudarse. Entonces, supongo que los sueños consideraron que era hora de intervenir activamente en mi vida.
Me convencieron de que un grupo de amigos no me estaba haciendo bien. Y me distancié. Y tenían razón.
Me convencieron de que una pareja no era para mí. Y terminé. Y tenían razón.
Me convencieron de que mis intenciones con una persona no eran solamente amistosas. Ya no podía desentenderme: tenían razón.
Por momentos, me siento un poco rehén de ellos. No puedo escaparles; me toman por sorpresa cuando no tengo la lucidez para evitarlos. Tampoco puedo determinar ni reorientar sus contenidos. Ellos deciden cuándo quieren hablarme, y cuándo no. Cuándo es hora de tener una conversación seria (en realidad, un monólogo), y cuándo podemos distendernos con ensoñaciones un poco más lúdicas. Llegó un momento en que lo único que podía hacer yo con todo esto, era hacer un modesto esfuerzo a la mañana siguiente, por recordar qué había soñado.
Pero poco a poco me fui dejando someter por mis sueños. Ahora los necesito, los espero, me inmovilizo hasta recibir su consejo. Mis noches regulan y construyen mis días. No puedo hacer nada sin mis sueños. Y tan mal no me va.
Un día los sueños decidieron comenzar a hablarme más francamente. Quizás porque no estaban de acuerdo con la dirección que yo estaba dándole a mi vida. Después de todo, ellos debían seguirme, como una mascota debe acompañar a su dueño cada vez que éste decide unilateralmente que es hora de mudarse. Entonces, supongo que los sueños consideraron que era hora de intervenir activamente en mi vida.
Me convencieron de que un grupo de amigos no me estaba haciendo bien. Y me distancié. Y tenían razón.
Me convencieron de que una pareja no era para mí. Y terminé. Y tenían razón.
Me convencieron de que mis intenciones con una persona no eran solamente amistosas. Ya no podía desentenderme: tenían razón.
Por momentos, me siento un poco rehén de ellos. No puedo escaparles; me toman por sorpresa cuando no tengo la lucidez para evitarlos. Tampoco puedo determinar ni reorientar sus contenidos. Ellos deciden cuándo quieren hablarme, y cuándo no. Cuándo es hora de tener una conversación seria (en realidad, un monólogo), y cuándo podemos distendernos con ensoñaciones un poco más lúdicas. Llegó un momento en que lo único que podía hacer yo con todo esto, era hacer un modesto esfuerzo a la mañana siguiente, por recordar qué había soñado.
Pero poco a poco me fui dejando someter por mis sueños. Ahora los necesito, los espero, me inmovilizo hasta recibir su consejo. Mis noches regulan y construyen mis días. No puedo hacer nada sin mis sueños. Y tan mal no me va.
Texto: Moira Pérez.
Fotografía: Fabián San Miguel.
yo tambien quiero!!! pero hace tanto que no sueño... (dormida al menos)
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